sábado, 24 de abril de 2010

Locos por Cobos - Por James Neilson para Revista Noticias


Si pensaran por un rato, los Kirchner y los espadachines furibundos de la variopinta Armada Brancaleone que los apoya entenderían que la mejor forma de debilitar a un enemigo político consiste en ningunearlo, en no darse por enterados de su existencia. Felizmente para Julio Cobos, no pueden con su genio. Habituados como están a vituperar a cualquiera que se anima a discrepar con su caudillo, siguen obsesionados por la negativa tranquila del intruso a dar el consabido paso al costado. Justo cuando parecía que el vicepresidente estaba por perderse en el maremágnum opositor ya que bajaba un poco en las encuestas, los kirchneristas optaron por rescatarlo al emprender la enésima campaña en su contra, calificándolo una vez más de “traidor” y pidiendo a los gritos su renuncia porque a su juicio no respeta la Constitución. En esta ocasión, la única novedad fue la aportada por el siempre imaginativo jefe de Gabinete, Aníbal Fernández: lo comparó con Heidi, acaso porque, como la empalagosamente simpática niña suiza del relato de Johanna Spyri, proviene de una comarca montañosa.

Lo mismo que en tantas ocasiones desde que a mediados del 2008 el vicepresidente puso fin a la marcha triunfal de los Kirchner con su vacilante voto “no positivo” en el Senado, la ofensiva oficialista tuvo consecuencias muy distintas de las esperadas por los estrategas gubernamentales. Cerraron filas detrás de Cobos todos los referentes opositores más destacados, incluyendo a Elisa Carrió que, a juzgar por lo que dice, comparte el odio que sienten por él Cristina y Néstor pero sabía que no era el momento para asestarle otra bofetada. En efecto, Cobos se vio consagrado por aclamación en el papel de líder de la oposición parlamentaria. De acuerdo común, es el hombre indicado para recordarles a la Presidenta y su marido que la Argentina no forma parte de su patrimonio personal y que, por escandaloso que les parezca, tarde o temprano tendrán que aprender a acatar ciertas reglas.

Que los Kirchner y sus simpatizantes encuentren frustrante la situación que se ha creado es comprensible. Autoritarios por naturaleza, los saca de quicio el tener que tolerar el protagonismo de un político de formación muy distinta que no tiene la más mínima intención de respetar los códigos que rigen en el entorno kirchnerista donde se da por descontado que todos son soldados rasos sin derecho alguno a cuestionar las órdenes de sus mandos naturales. Desde el punto de vista de quienes piensan de este modo, el que Cobos haya antepuesto su lealtad hacia sus propios principios al deber de servir a los Kirchner con abnegación es tan anómalo que les cuesta creer que la Constitución nacional no les suministre los mecanismos legales necesarios para permitirles expulsarlo del Gobierno. Juran que tales mecanismos existen, pero hasta ahora ni ellos ni los juristas que consultan han conseguido encontrarlos.

Si bien en la Argentina ya es normal que el partido en el Gobierno se desdoble y genere sus propios opositores resueltos a hacerle la vida imposible al presidente, como hicieron los seguidores de Eduardo Duhalde para mortificar a Carlos Menem cuando fantaseaba con la re-reelección y los comprometidos con Raúl Alfonsín para socavar la gestión de aquel “neoliberal” notorio Fernando de la Rúa, no lo es que el vicepresidente rompa públicamente con el Gobierno para entonces desempeñarse como líder de la oposición. En la Argentina y otros países presidencialistas, lo tradicional es que el vicepresidente sea un personaje casi anónimo cuyas funciones son protocolares y que, de morir o quedar incapacitado el presidente, se verá descolocado en seguida por aspirantes más serios a mudarse a la Casa Rosada.

Es por lo tanto comprensible que los kirchneristas traten al vicepresidente díscolo como una aberración que hay que eliminar cuanto antes, pero sus esfuerzos en tal sentido no les han servido para mucho. Sucede que los motivos por los que Cobos cambió de rol distaron de ser caprichosos. Podría argüirse que, en vista de la transformación de Cristina Fernández de Kirchner de la política supuestamente modernizadora resuelta a recuperar las maltrechas instituciones nacionales de la campaña del 2007 en flagelo de los chacareros golpistas y de los periodistas que se negarían a adularla que efectivamente resultó ser, de haber actuado de otro modo Cobos hubiera traicionado a quienes lo eligieron por creer que su presencia garantizaría cierta moderación por parte del Gobierno. Tendrán razón los Kirchner cuando insisten en que en el 2007 quien ganó la elección fue Cristina y que Cobos no la ayudó a conseguir muchos votos, pero no hay forma de probarlo. Por lo demás, conforme a las encuestas de opinión, de celebrarse mañana elecciones presidenciales entre Cristina y Cobos, el mendocino triunfaría por un margen apabullante.

La realidad política argentina actual se asemeja bastante a la de Francia en épocas de “cohabitación” en que un presidente de un signo político, fuera socialista como en el caso de François Mitterand o conservador en el de Jacques Chirac, se vio constreñido a convivir con un primer ministro de otro. Aunque el arreglo que se da es novedoso, no carece de lógica. Desgraciadamente para los Kirchner, desde diciembre del 2007 el panorama político nacional se ha modificado de manera radical, con el resultado de que Cobos se ha convertido en una figura que es mucho más representativa que Cristina o Néstor. Así las cosas, lo más conveniente para el país sería que los Kirchner, como sus homólogos galos, se resignaran al predominio quizás pasajero de la oposición parlamentaria con la esperanza de que andando el tiempo la ciudadanía los premiara por su paciencia y voluntad de colaborar. Huelga decir que ambos repudiaron dicha alternativa por considerarla denigrante. Desde los días en que regenteaban Santa Cruz a su antojo, no han compartido el poder con nadie; ya es tarde para que aprendan a hacerlo.

Para sorpresa de los convencidos de que los radicales son congénitamente pusilánimes, Cobos ha soportado con estoicismo sonriente todos los muchos improperios que le han tirado los kirchneristas. Y aunque hasta hace poco muchos radicales también querían que dejara la vicepresidencia por entender que le otorgaba una ventaja injusta en la interminable interna partidaria, las frenéticas presiones kirchneristas los han persuadido de que sería mejor que se quedara. En cuanto a la idea de someterlo a un juicio político que con cierta frecuencia tienta a los kirchneristas, lo tiene sin cuidado: un intento en tal sentido no sólo fracasaría en el Congreso, también brindaría a los opositores más decididos un buen pretexto para reemplazarlo en la silla de los acusados por Cristina.

Últimamente, Cobos ha asumido una postura levemente más agresiva que antes, es de suponer porque entiende que a menos que hable más en nombre de los “crispados” perderá terreno frente a otros opositores más vehementes. Al afirmar que la aprobación por parte del Senado de una forma más federal de repartir el dinero derivado del impuesto al cheque significa que “nadie más se va a dejar intimidar por la Presidenta”, llamó la atención al contraste entre su propia ecuanimidad y la propensión de los Kirchner y, más aún, de sus operadores, a conducirse como matones de barrio acostumbrados a intimidar a cualquiera que se les cruce por el camino. En un momento en que demasiados kirchneristas están procurando sembrar miedo, amenazando a periodistas que colaboran en medios vinculados con el satanizado Grupo Clarín, toda alusión de Cobos y otros dirigentes opositores a la prepotencia cada vez más evidente de la pareja gobernante contribuye a desprestigiarla todavía más. Lo entiendan o no los Kirchner y sus adictos, pocos quieren que la Argentina regrese a los años setenta en que los políticos democráticos se vieron marginados por bandas de fascistas parecidas a ciertas agrupaciones afines al gobierno actual.

Ha fortalecido mucho a Cobos el que hasta aquellos correligionarios que quisieran quitarle las ínfulas hayan declarado, con contundencia insólita, que debería continuar ocupando el puesto para el que fue elegido, ya que la Constitución escrita no dice nada sobre el hipotético deber del vicepresidente de acompañar al presidente aun cuando este opte por seguir un camino zigzagueante que lo llevaría lejos de la democracia. Negarse a ceder ante las embestidas de personajes como los Kirchner, Aníbal Fernández, Julio De Vido, Carlos Kunkel y compañía es una cosa, pero resistirse a las presiones amables de radicales presuntamente preocupados por lo que según ellos es una anomalía es otra muy diferente. Nadie ignora que, de haber renunciado Cobos a la vicepresidencia luego de ver evaporarse la popularidad del matrimonio patagónico en el conflicto con el campo, los demás radicales se hubieran encargado de castigarlo por aceptar ser compañero de fórmula de Cristina, privándolo así de la posibilidad de continuar cumpliendo un papel estelar en la política nacional. Para Cobos, obedecer las instrucciones interesadas de la cúpula de la UCR hubiera sido suicida; en cambio, el respaldo firme que acaba de recibir de todo el arco opositor a su permanencia en el puesto hace más probable que le toque encargarse de la herencia terriblemente complicada que legará Cristina a su eventual sucesor.

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